martes, 26 de enero de 2010


TOMA 1


En el Fotogramas de julio de 2009, el número 1989, en El diario de la redacción, aparecía la siguiente noticia: el quince de junio anterior se había estrenado, en Riad, capital de Arabia Saudí, Manahi, una película comercial. La noticia no sería tal sino fuera porque es la primera película que se estrena en el país en treinta años. Sí, han leído bien: treinta años sin cine. Y es que el islamismo más ortodoxo (por no decir radical) no admite el cine. Dejando de lado que no sea ésta la peor de las ortodoxias que ha de sufrir el ciudadano de éste y otros muchos países, islámicos o no, que en todas partes cuecen habas, me ha dado por imaginar cómo sería la vida sin cine. Tengo treinta y cinco años; si hubiera nacido en Arabia Saudí, probablemente no hubiera ido nunca al cine.

¿Cómo hubiera sido mi vida sin cine?

El primer recuerdo que conservo de un cine es húmedo. No me entiendan mal, no había goteras en la sala, ni perdí la virginidad en un cine.

Debía de tener unos cuatro o cinco años, cuando fui, o yo recuerdo haber ido (la memoria es caprichosa, y cada vez más) por primera vez a ver una película a un cine, en pantalla grande, un cine de los de antes, de los de una sola sala y pantalla, en el centro de mi ciudad, el cine Capitol, hoy reconvertido en Filmoteca de mi ciudad natal y, junto con el Gran Hotel, el Goya, el Cervantes y el Carlos III (más tarde llegarían el Palafox, y el Candilejas, una sala X durante mi infancia; más tarde todavía, ya en mi post-adolescencia, llegarían las multisalas y cerrarían los cines de mi infancia) el lugar donde empecé a amar el cine.


Debía de tener unos cuatro o cinco años, decía, cuando fui a ver mi primera película. Superman. Ni siquiera sé si fue la primera parte, quizá fuera la segunda, no estoy seguro. Sí sé lo que supuso aquella primera vez, contemplar con la boca abierta aquel espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos vírgenes, nunca había visto nada tan grande. Por aquel entonces, todavía necesitaba que me acompañaran a hacer pipí. Y sé que, en un momento dado, mi pequeña vejiga me reclamó. Reclamo ante el que hice oídos sordos. Así que, sentado en la oscuridad del cine, con alguno de mis hermanos mayores, quizá acompañado por alguno de mis sobrinos, me lo hice encima. Cualquier cosa con tal de no perder ni un solo segundo de aquella primera película.
Recuerdo otras veces, claro, pero no como esa primera. Superman y mi pipí, unidos para siempre.

Esa fue mi primera vez, y desde entonces, habré ido al cine... ¿trescientas, cuatrocientas, quinientas veces? No lo sé. En todo caso, menos de las quisiera. ¿Cuántas películas habré visto en casa? Tampoco lo sé. Pero gracias al cine supe dónde estaba Casablanca, y París. Comí por primera vez sushi. He cantado en un karaoke, he aprendido a conducir, he desembarcado en Normandía. Me he ido de putas, me he enamorado. Si no fuera por el cine no pensaría las cosas mañana, ni pasado. He bailado y cantado bajo la lluvia, he subido al Empire State, he visto amanecer en Viena y atardecer en París.
Tengo miedo al mar y los tiburones, las pirañas y los vampiros, las duchas de los moteles y los cuervos, los aviones y los terremotos. Cuántas fobias me hubiera ahorrado, pero cuántos placeres también.
Sin el cine, nunca habría estado en Nunca Jamás, Nueva York, París, Estambul, Australia, Japón, la India o Egipto, más allá de Orión, Vulcano, en la luna. He viajado al futuro, y al pasado. Al infinito, y más allá. He estado en 1955, en 2001, en 2046. Antes y después de Cristo. He conducido un Thunderbird del 66, un Aston Martin y hasta un Enterprise.

Todo esto me hubiera perdido si hubiera nacido en Arabía Saudí. Afortunadamente nací en una ciudad española, aunque ahora casi nunca quiera recordar su nombre.




El hermano bastardo de Amanda.